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Al aclarar el día, el joven despertó lentamente.
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La blanca niebla brillaba contra la luz del sol como una cola de caballo grácil en ese bosque lleno de historias de zorros y demonios.
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Sujetando la mano del joven, la mujer caminó en dirección adonde la luz penetraba en el bosque de bambú. Serpenteando a diestra y siniestra, cruzaron matorrales con mosquitos, escalaron rocas resbaladizas tapizadas con musgo, y descendieron por rocas montañosas en medio de las sombras del bambú. Finalmente, aquella mujer guió al joven a la salida del bosque.
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“Todavía no sé cómo te llamas, ni de dónde vienes”,
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preguntó el joven, deseando seguir escuchando más historias como la de la noche anterior.
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“...”.
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La mujer se puso de espaldas a la luz, y sus ojos brillaron con un resplandor dorado.
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No dijo ni una palabra. Solamente sonrió.
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Muchos años después, cuando el joven dejó de ser joven, los recuerdos brotaron una vez más, y en ese instante lo comprendió todo. Las diferencias entre ellos dos eran abismales, como la noche y el día. Él estaba destinado a dejar su aldea para ir a Liyue a rogarle al Arconte Geo riqueza y fortuna. El destino de ella era darle la espalda al mundo y vivir en reclusión, alejada de la majestuosa mirada del Rey Geo y protegiendo aquellas historias antiguas que poco a poco fueron quedando en el olvido.
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Así fue como el joven y la mujer de blanco y ojos dorados partieron por caminos distintos.
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Él empacó sus bolsas para dirigirse a la próspera ciudad portuaria, y ella se quedó ahí de pie, en los límites del bosque de bambú. Aquellos ojos dorados parecían haber adivinado desde hace tiempo el destino de aquel muchacho. Viejo y cansado del bullicio del mundo humano, finalmente un día regresó sobre sus pasos a esa aldea tranquila.
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Bajo el cielo rojizo del amanecer, el joven escuchó el relinchar de un caballo y su galopar.
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Al voltear la mirada, no había nadie detrás de él. Solo encontró un pelaje blanco sobre su hombro. |